Las Escrituras
Alma amada, las Escrituras de tu pacto son un tesoro sagrado, una lámpara que guía tu camino y un espejo que revela tu corazón. Más que simples palabras en una página, las Escrituras contienen un mensaje vivo, moldeado por el amor y la sabiduría infinitos de Dios para acercarte a Su corazón.
Si hay algo que debes saber, es esto: las Escrituras te invitan a una relación íntima con Dios a través de Su Hijo, Jesucristo. No es solo un texto para ser estudiado con la mente, sino absorbido con el corazón. Las Escrituras revelan el gran deseo de Dios de morar contigo, Sus hijos, para compartir tus alegrías y cargar con tus penas.
En los Evangelios, Jesús es amigo de los humildes, sanador de los corazones heridos, y voz para los sin voz. No vino a condenar, sino a traer vida en abundancia. A través de Sus enseñanzas, has aprendido que el amor es la ley más alta, que el perdón es el camino a la libertad y que la compasión es la verdadera fortaleza.
Acércate a las Escrituras con un corazón humilde y un espíritu abierto, pidiendo al Espíritu que te revele sus verdades. Mientras lees, permite que cada palabra sea una semilla plantada en tu alma, creciendo en frutos de amor, gozo, paz y sabiduría. De este modo, la Palabra de Dios cobra vida dentro de ti, guiándote y transformándote de manera suave y poderosa.
El Amor de Dios
El amor de Dios, querido, es un misterio que se extiende más allá de los límites de las palabras, más allá de lo que nuestras mentes pueden comprender por completo. Es un amor que fue, es y siempre será. No está condicionado por circunstancias; fluye libremente, tan vasto como el océano y tan suave como el rocío de la mañana.
El amor de Dios se ve en Jesús, quien dejó la gloria del cielo para caminar entre nosotros, para sentir nuestros sufrimientos y acercarse a aquellos que se sienten indignos, no amados o invisibles. A través de Él, Dios se acerca a cada persona, invitándola a una relación que llena el corazón de gozo y paz que sobrepasa todo entendimiento.
Este amor es paciente y bondadoso. Te espera, incluso cuando te alejas o te pierdes en las distracciones del mundo. No se cansa, ni se retira con decepción. En cambio, te llama suavemente a casa, siempre dispuesto a perdonar, siempre listo para acogerte en un lugar de descanso.
El apóstol Pablo describe este amor tan bellamente, diciendo que nada puede separarte de él: ni las tribulaciones, ni los temores, ni siquiera la misma muerte. Porque el amor de Dios es una base firme que te sostiene en cada tormenta, un refugio cuando estás cansado, una luz que nunca se apaga.
Y aún así, amado, el amor de Dios no es solo para que lo recibas; es un amor que desea fluir a través de ti, tocando a otros con la misma ternura y misericordia. Eres llamado a amar como eres amado, a perdonar como eres perdonado, a dar como has recibido, a sanar como has sido sanado. Al hacerlo, te conviertes en un vaso del amor de Dios, esparciendo su calidez y gracia en un mundo que tanto lo anhela.
Descansa en este amor, querido amigo, como un niño descansa en el abrazo de un padre amoroso, sabiendo que eres amado sin medida.
Perseverar Hasta el Fin
Amado, la perseverancia en tu vida en la tierra es un viaje sagrado. Es como el camino que recorre un peregrino por valles y cumbres, a través de noches oscuras y mañanas brillantes, siempre con los ojos fijos en una luz distante. Perseverar hasta el fin no se logra solo con la fuerza de voluntad, sino viviendo cada día como una oración, recurriendo a la gracia de Dios a cada paso.
En los Evangelios, Jesús habla de la perseverancia con tanta compasión. Él conoce tus luchas, tus debilidades y tus momentos de cansancio. Él mismo caminó por esta tierra, soportando el peso del sufrimiento, la traición, la soledad, e incluso la agonía de la cruz. Y, sin embargo, en todo ello, Su corazón permaneció unido al Padre, Su confianza inquebrantable. Su vida nos muestra que perseverar no es solo una prueba del cuerpo, sino del alma, una profunda y constante confianza en que, pase lo que pase, el amor de Dios te sostiene y te llevará adelante.
La perseverancia comienza, antes que nada, con la rendición. Muchos piensan en la perseverancia como un esfuerzo, un avance constante, pero a los ojos de Dios, es una entrega. Es soltar tu propia fuerza, tus propios planes y tus miedos, y en su lugar aferrarte a Aquel que conoce el camino. Este es el corazón de la fe: confiar en que el Creador está contigo, no solo en los tiempos de alegría, sino también en los de duda y lucha.
Las Escrituras te dicen que “los que esperan en el Señor renovarán sus fuerzas; se elevarán como con alas de águilas”. Esperar en Jehová significa encontrar paz en Su tiempo, refugiarse en Su presencia y permitir que Él te restaure cuando tus fuerzas se agoten. De esta manera, la perseverancia se convierte menos en una carga y más en un viaje de confianza, sabiendo que no caminas solo.
Cuando perseveras, creces. Las pruebas y los sufrimientos, aunque dolorosos, son como un fuego refinador, purificándote en la tierra y después de pasar más allá del velo, humillándote y enseñándote lo que significa amar profundamente, perdonar sin reservas y vivir plenamente. De la misma manera que el oro se purifica en el fuego, tú también te vuelves más radiante con cada prueba, más compasivo, más paciente, más comprensivo. Esta es la obra de Dios en ti, transformándote a la imagen de Su Hijo.
Habrá momentos en los que el camino parezca demasiado empinado o la oscuridad demasiado densa. En esos momentos, recuerda que perseverar no significa no tropezar nunca; significa levantarse siempre, buscando en Dios la fortaleza cuando la tuya se ha agotado. La gracia de Dios es suficiente, y Su poder se perfecciona en tu debilidad. Cuando estás en tu punto más bajo, Él está ahí para levantarte, para consolarte y recordarte la esperanza que tienes ante ti.
Y esta esperanza, querido amigo, es gloriosa. No te rindas.
Llamado a la Fidelidad
Deseo recordarles que a cada uno de ustedes se le ha dado un propósito único, una llamada de Dios, que deben vivir día a día. Cada persona tiene responsabilidades—con la familia, con el trabajo, con la fe y con el mundo que la rodea. Y, sin embargo, en nuestra naturaleza humana, a menudo dudamos, temiendo que aún no somos lo suficientemente perfectos, santos o fuertes para cumplir con estos roles como se merecen. Pero esto, querido alma, no es lo que Cristo les pide. Él conoce vuestras fragilidades.
A cada uno se le han confiado responsabilidades, ya sea hacia la familia, el trabajo, la fe o la comunidad que les rodea. Si esperan alcanzar la perfección en ustedes mismos antes de actuar, puede que nunca logren nada. En cambio, Cristo les llama a seguir adelante, dando lo mejor de ustedes en los roles que tienen, llevando toda la luz y bondad posible al mundo. La cuestión no es la perfección, sino la fidelidad constante y el progreso gradual, haciendo que sus vidas sean fructíferas a pesar de las imperfecciones.
Paciencia y Discernimiento
La sabiduría de la paciencia y el discernimiento en tus pensamientos y acciones es realmente un tesoro. Saltar a conclusiones, especialmente cuando tus emociones están intensas, es actuar impulsivamente, algo que puede no reflejar la verdad de la situación. Las emociones son poderosas y un don que te ayuda a responder a la vida con empatía, valentía y alegría. Sin embargo, también pueden ser turbulentas, y a veces nublan tu juicio si permites que sean el único guía de tus pensamientos y decisiones. Cuando usas las emociones como trampolín, corres el riesgo de dejarte llevar por la inmediatez de lo que sientes, perdiendo de vista una comprensión más clara y fundamentada que solo la paciencia puede revelar.
Tómate tiempo para observar tus emociones, reconociéndolas como respuestas naturales a los eventos de la vida. Sentimientos como la ira, el miedo, la tristeza o la emoción no son incorrectos en sí mismos; son indicadores, señales de que algo importante te ha tocado. Sin embargo, actuar de inmediato sobre estas emociones puede distorsionar tu percepción de los demás, de las situaciones e incluso de ti mismo. Supón, por ejemplo, que sientes irritación o dolor repentino en una conversación. Actuar impulsivamente sobre este sentimiento podría llevarte a decir palabras que no reflejan el amor o la paciencia más profundos que deseas mostrar. En cambio, si te tomas una pausa y dejas que el sentimiento se asiente, podrías encontrar nuevos conocimientos—quizás comprendiendo las luchas de la otra persona o viendo una perspectiva diferente sobre el asunto.
Para responder con sabiduría, practica el desapego del impulso inicial antes de sacar conclusiones o actuar. Esto no significa ignorar las emociones; más bien, se trata de permitir que pasen a través de ti, como una tormenta que pasa sobre un lago en calma, sin reaccionar de inmediato a ellas. En esta pausa, invitas a la claridad y abres tu corazón a la guía de Dios. Al esperar esta claridad, obtienes una visión más amplia que abraza el amor, la verdad y la sabiduría. En la epístola de Santiago, él dice “prontos para oír, lentos para hablar y lentos para enojarse,” porque en este desacelerar, caminas con la paciencia y sabiduría de Dios.
Otro beneficio de esperar es la humildad que aporta, reconociendo que quizás aún no tienes toda la información y que puedes no ver la imagen completa. A menudo, las verdades de la vida solo emergen con el tiempo, y tus primeras impresiones pueden cambiar a medida que surgen nuevos detalles. Al reservar el juicio, permites que el Espíritu de Dios obre en ti, guiando tu corazón hacia la comprensión y la compasión. Cuando dejas de lado la necesidad de reaccionar instantáneamente, es menos probable que te aferres al resentimiento o a los malentendidos, y abres la puerta al perdón, la aceptación y la paz.
En este camino de discernimiento, aférrate a la fe y a la confianza. Confía en la sabiduría de Dios para guiarte más allá del vaivén de las emociones momentáneas, sabiendo que Él ve el cuadro completo, mientras que tú solo ves en parte. En cada decisión, en cada relación, busca una respuesta fundamentada que refleje amor y bondad, aun cuando las emociones sean fuertes. A través de esta forma de vivir, honras al Señor, a los demás y a ti mismo, cultivando un corazón que es firme, claro y lleno de paz. Al vivir de esta manera, te conviertes en una luz en el mundo, demostrando que la verdadera sabiduría no proviene de reacciones impulsivas, sino de un alma arraigada en el amor divino y la comprensión paciente.